viernes, 7 de noviembre de 2014

EL CARRO DE LA LEJÍA, 7 de noviembre 2014

Estaba cantada la desimputación parcial de la infanta; ya lo dijo su padre: “La justicia es igual para todos” (¡ja!). Pero, en definitiva, es coherente con el estado del país, con las consecuencias de la imposición de aquella nefasta transición que nos vendieron envuelta en glasé y celofán de colores. Una mayoría de las instituciones nacidas entonces están asaeteadas por la corrupción, la mangancia, el desparpajo y el despropósito más descarado, en contra del español medio, atado de pies y manos ante esta adversidad e impunidad política que punemente padece.
No entiendo mucho de derecho, apenas estudié un curso de derecho penal, lo que me sume en una ignorancia que me parece supina cuando veo y medito sobre los sucesos actuales. Veamos: hay cuatro mosqueteros de lo malo que constituyen, según se ha demostrado, una empresa para obtener y blanquear dinero ilegítimo y defraudar al fisco, hechos que se suceden el uno al otro como consecuencia natural. Y resulta que, por arte de birlibirloque, de los cuatro quedan solo tres mosqueteros absolutamente imputados en estos delitos. Uno –una– se libra, por guapura social y, supongo, color de la sangre: “La justicia es igual para todos”; ella es descendiente de aquel monarca que huyó de España en 1931 y que, por obra y gracias de un dictador, obtuvo para sus descendientes el beneficio de sentarse de nuevo en el trono del Estado español, sin ningún mérito, salvo, en mi opinión, el de aprovechar la minusvalidez de un pueblo rendido, acobardado por las consecuencias de una guerra fraterna, que no ha terminado de ponerse en limpio por deseo interesado de los ilegítimos vencedores.
Todo ello en un clima de delitos permanentes, robos sin medida, usuras, trampas, expolios, despilfarros de los que la clase poderosa, descendiente en buena medida de aquellos “vencedores”, es protagonista beneficiada. Y que clama –con la boca chica– por la limpieza y la transparencia en el país cuando no sabe limpiar su casa, llena de cajones secretos y paredes dobles en los que se apiñan las varitas mágicas que aumentan sin cesar sus fortunas, y esconden sus papeles sucios, con desprecio de un pueblo que sufre privaciones y miserias, oculto a su vista por paredes de plomo que les impiden, voluntariosamente, ver la realidad. Su gran mérito es la mentira, en la que se muestran doctores en la universidad de la picardía, ilustres descendientes del Lazarillo de Tormes, Rinconete y Cortadillo, Guzmán de Alfarache, el Buscón y otros pícaros tan españoles que en ninguna otra literatura universal se han producido; en ningún otro país abundan tantos y tan sin justicia a los que no se les desapropia de lo robado; de su vergüenza no porque nunca la tuvieron.
La dirigente regional de un partido ignora el robo al tanto por ciento insistente de su segundo de a bordo; dice desconocer a los acólitos, alcaldes provinciales, que ella misma nombró y con los que aparece en los besuqueos y palmeos propios de la más resaltante –la única visible– actividad política. El presidente de una comunidad, que se alza en paladín de la transparencia, ha hecho, según las crónicas recientes, treinta y dos viajes –en clase especial para no contaminarse, imagino–, de ida y vuelta, con el noble “objetivo político” de  ver a su –supuesta– amante, pagados con dinero público. En su primera aparición pública sus congéneres políticos le han aplaudido a rabiar, queriendo con el ruido enmudecer la desvergüenza. ¡Ah, si al menos fuera éste monaguillo del amor verdadero…! A un obispo se le denuncia por el ornato principesco que está introduciendo en su palacio. Del dispendio y cuentas pocos claras del ejército español un militar está explicando en tertulias televisivas y en un libro original y valiente muchas suciedades ocultas tras la cortina con orillo dorado del patriotismo y las voces de mando sin discusión.
¿Queda alguna institución tocada por la rareza de la transparencia, a pesar de lo que claman los políticos españoles, tan pretendidamente hábiles como esas criadas que mantienen la casa limpia a base de ocultar la porquería debajo de las alfombras más mullidas de sus palacetes sostenidos por el pueblo?
El jefe de la casa de gobierno sin darse por enterado; habrá que regalarle un sonotone y unas gafas, sin pantalla de prisma, contra la miopía y el estrabismo, para que nos dé la sensación de que sabe que existimos el resto de los españoles. Y el jefe del Estado en la inopia, para que no le salpique demasiado, porque la caca cuanto más se remueve huele más.


                                                                      PABLO DEL BARCO

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