EL CARRO DE LA LEJÍA, 23 nov. 2016
Muerto el perro se acabó la rabia
Rita Barberá ha muerto de tristeza. Ayer pensaba yo qué
sería de esta mujer arrogante, acostumbrada al mando de tropa política, con
muchas esquinas en la cabeza y en la palabra, cómo sería su muerte, seguramente
abandonada por aquellos que le habían aplaudido en vida, en la vida de triunfo
y esplendor. La veía en los reportajes políticos deambulando por los pasillos,
limosneando una mirada, un saludo de sus antiguos congéneres políticos que
antes la buscaban a ella, y me producía una enorme pena, que luego se desteñía al
considerar su papel a la vez oscuro y llameante en vida política española. Se
convirtió en una apestada, de la que todos se apartaban por miedo al contagio
de la mala crítica social; incluso los que le debían favores y empleos
políticos. Y se le puso cara de tristeza, más delgada, ocupando menos espacio
físico en sus paseos deambulantes y limosneros.
Pero no hay mal que por bien no venga; ahora, cuando ha
desaparecido la alcaldesa eterna, volverán los elogios, todos se travestirán en
amigos alabando sus virtudes y resaltando sus valores y la amistad que les
unía. Rita Barberá volverá, por unos días, a ser “la mejor”, como tantas veces
la calificaron el Presidente del Gobierno, la incalificable hoy ministra de
Defensa –lástima que no defienda la lengua española, que tan mal habla– la
vicepresidenta del Gobierno que agrandaba su boca chica para pronunciar la
elogiosa definición, y tantas y tantas sombras serviles que le acompañaban en la
época su vida triunfal.
Nadie recordará en poco tiempo sus sospechas de corrupción,
auriga de la empresa municipal por excelencia que dominaba con mano de hierro;
nadie se acordará de sus evidentes mentiras de desconocer el trasfondo limoso
de las cuentas de la entidad valenciana, del que pretendía salvarse con la
mayor impunidad, de considerarse por encima del bien y del mal, del desprecio
que manifestó a la lengua de su pueblo en aquel atribulado discurso de las
fiestas valencianas, el famoso “caloret”. Se va a convertir en adalid de su
partido político, en ariete de la honestidad popular. Va a ganar batallas después
de muerta, como el Cid Campeador pero sin su dignidad. A los que no apoyen la
sarta de elogios post mortem se les tildará de antipatriotas y desaforados
insensibles.
¿Qué pensará ella desde ese paraíso que sus colegas le
atribuyen con la muerte, que les evita todo compromiso, que les ha salvado de
tener que darle esquinazo en vida, que les evitará buscar justificaciones ante
las preguntas de la prensa, que les va a
provocar un suspiro de tranquilidad ante el amigoenemigo que desapareció por
voluntad del destino favorecedor? ¿Y qué pasará con las denuncias de
corrupción, con las acusaciones evidentes de sus adversarios políticos, con la
situación calamitosa que dejó su larga actividad en las arcas de la comunidad valenciana?
Nadie va a decirlo, pero cuántos se van a alegrar de la
muerte de la gran Rita, antigua mole política hoy desinflada, que tantos
dolores de cabeza estaba dando a su antiguo partido político, colocada con
calzador como senadora para no destapar el frasco de la podredumbre que se le
suponía, que denunciaba sin cesar la oposición después del aire fresco de las
nuevas instituciones municipales que levantaron sin miedo las viejas alfombras
acumulando debajo un mundo indescifrable, oculto y oscuro.
Descansa Rita Barberá, que más van a descansar tus
correligionarios, adictos al viejo refrán “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”.
Seguiremos cocinando las viandas que nos llegan del mercado de los mentirosos
políticos si no le ponemos el freno de nuestra crítica. Espero que no lleguemos
a la antigua solución: a rey muerto, rey puesto, que aquí sería doble amenaza
porque de esos pejes –pejerrey– tenemos más de uno.
Pablo
del Barco
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