EL CARRO DE LA LEJÍA, 23 ABRIL 2016 / 1616
Hoy cedo la palabra al maestro de maestros Miguel de
Cervantes, con una de las páginas más bellas del Quijote, llena de enorme
nostalgia y plena actualidad.
DISCURSO DE LA EDAD DE ORO: II parte, capítulo XI.
Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño
de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes
razones:
—Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron
nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de
hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna,
sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo
y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le
era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar
la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban
convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos,
en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las
quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las
solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno,
la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían
de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas
cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas
sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era
paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada
reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra
primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su
fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los
hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas
zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin
más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la
honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de
los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos
martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos y yedra
entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas como van agora
nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad
ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma
simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin
buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el
engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba
en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y
los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del
encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no
había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban,
como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin temor que la ajena
desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su perdición nacía de su
gusto y propia voluntad. Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está
segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de
Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita
solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su
recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y
creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes,
para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a
los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el
gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por ley
natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros
andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me
acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os
agradezca la vuestra.
Con
el debido respeto el deseante caballero andante Pablo del Barco
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